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jueves, 7 de junio de 2012

Utopía transitoria pública


Estaba exhausto, y como terrible consecuencia de la soberbia propia de los viajes de ida, todavía tenía que tomar el autobús de regreso a casa, porque esas altivas idas no siempre regalan agradecidas el boleto automático de retorno, cuando mucho, en alguna ocasión llegarán a ceder una paupérrima y resignada estancia espontánea. 


El sol dictaba las dos de la tarde y me adentré al baño de asfixia y cansancio que representa la proyección de la luz a tales horas del día. Cuando pisé la acera, un autobús pasaba por el otro lado de la calle a una velocidad que no me hubiera resultado ser difícil de alcanzar corriendo, pero deduje que iba a ser más cansado correr que esperar cinco minutos hasta que llegara el siguiente. Cuando éste llegó, subí y me hice de un asiento fácilmente, éramos apenas tres pasajeros en aquella zona residencial. Sin más, me sumergí en la lectura del libro que me había acompañado desde temprano, siendo sus páginas la única pizca de coherencia que había habitado mi persona durante ese día.

La comodidad y sosiego idóneo se vieron barridos por el eco de un timbre escolar que mandaba a todos los alumnos a sus casas o en el peor de los casos, a vagar por las calles hasta que el hambre pudiera más que la zanganería, para lo que muchos necesitaban hacer uso del transporte público. Así, el camión sufrió una colorida ola invasora de uniformes de tonalidades varias hasta que eran más los que tenía que tomar un tubo en el pasillo para no perder el equilibrio. Una joven se sentó junto a mí e hice honor a la formación de mis padres pidiéndole a otra chica que por favor tomara mi asiento. Lo que siguió fue una de esas respuestas que es mejor ni tratar de entender, ustedes saben, para evitar mal entendidos. 



-No gracias, aquí ando bien. 


Una vez recibida la respuesta acompañada de cierta risa nerviosa, noté que la mayoría de los nuevos pasajeros eran señoritas que estarían por terminar la secundaria o aburrirse de la preparatoria. El rechazo ante mi invitación había sido presenciado por la gran mayoría de ellas, proclamando un extraño coro con su mirada, dando a entender que la respuesta de todas ellas sería la misma. Sólo entonces reafirmé mi postura en el asiento con mi compañera. Comencé a pensar en el ya meditado desdén que profeso para con mis compañeras generacionales, o cuando menos, su mayoría. No lo tomen a mal, tan sólo no encuentro mayor simpatía en su goce dentro las redes sociales; en el mercado de chismes que administran; en la devoción que tienen hacia el espejo –no precisamente el de cristal- ; a su apatía, pasividad y desinterés ante temas relevantes o a sus risas falsas y previamente entrenadas que surgen como cascada desde el bizarro acantilado del humor falto de inteligencia.  Es así como he pensado que difícilmente podrá una chica cercana a mi edad parecerme atractiva en tantos aspectos como Milan Kundera pudiera estudiar en la existencia femenina. Todo esto lo digo consciente de lo difícil que resulta pensar que algún día yo sea completamente digno de merecer cariño de mujer alguna, en cualquiera de sus edades. Decidí entonces evitar continuar con esta idea y me dediqué a mi lectura. Porque vamos, seamos honestos ¿quién se ríe de la sequía en el desierto?


Continué mal concentrado en la lectura debido a hilos de pensamiento que se enredaban adrede entre mis dedos al cambiar de página, hasta que las líneas de tela se tornaron en amarras sujetas a mi mirada que la llevaron brusca e irrespetuosamente hasta la puerta del autobús en cuestión de la más pequeña fracción temporal que podamos todos juntos imaginar; se había creado un oasis en el desierto dentro del reloj de arena.
Entró sin que nadie la notara debido quizá al cansancio que trabajaba como auxiliar del calor. Aunque claro, no pudo evitar merecer la mirada criticona, malhumorada y grosera de un par de señoritas a las que supongo yo, por la mañana no las miró con amor el espejo.


¡Qué oasis! La línea que iba de sus labios rojos, pasando por su nariz catedrática de fineza y sus ojos profundos envueltos en gruesas pestañas, hasta su fleco negro que caía a vaivenes entre su frente y oído, llevaba a mis sentidos hasta el infinito de la esperanza. Todos los hombres, incluso uno del tipo imbécil como yo,  tienen el derecho de llevar consigo aunque sea un puño de nervios como dotación diaria, siendo  este el motivo por el cual no pude ofrecerle mi asiento. Quedó así, de pie junto al asiento delante del mío. Imbécil.


Cinco cuadras y media esperé que mi compañera encontrara su parada para dar espacio al inminente acercamiento con Oasis. Tardó tan sólo un jalón de mochila para sentarse junto a mí. Aspiré hondo para conquistar su aroma encontrando no más que una exacerbación del ya conocido con anterioridad olor a transporte público. No la culpo a ella sino a su día agitado, y tampoco me importa, su presencia se había convertido en el perfume de mi persona.


Ya hemos mencionado el nerviosismo, y por ello me limité a reanudar mi lectura esperanzado en que así ella notara que era yo podría ser diferente a nuestros compañeros pasajeros que hablaban sobre el partido que tendría al día siguiente la selección nacional y que no me importaría jamás lo que platicaban nuestras compañeras pasajeras sobre la infidelidad de Julio del Bachiller número 32 con su amiga “Chiquis”.



De poco sirvió. Posterior a un corto titubeo después de haber notado mi libro, ella tomó su celular y se limitó a jugar en busca de romper su record estancado durante la clase de matemáticas de esa mañana. Decepcionado, me concentré leyendo algún cuento de Benedetti que describía el preámbulo al encuentro sexual que sostendría una viuda de cuarenta y nueve años con un asaltante que acaba de entrar a su casa por la noche. ¿Qué podía hacer? Otra vez, aún en manos de esta ridícula y poco probable trama Uruguaya, los libros guardaban más coherencia y verdad que las pobres ilusiones de utópico y lejano mundo que me dedico a crear en esta, la realidad.