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sábado, 24 de marzo de 2012

Su caminar transita por mi estancia, cuarta parte.

A veces el precipicio se asoma, y las nubes blancas que lo cubren se miran seductoras para tirarse sobre ellas a llorar. Cierro los ojos despierto en este parque, para verme de frente y saberme testigo de que aún no he llegado a muerto. Con ojos abiertos, lo olvido.

Mientras indago en estos caminos que su corazón pudo tomar, encuentro muchos que pueden ser ciertos más no correctos; en la realidad se hace de noche del mismo modo como en la mía propia me declaro ausente. Los faros del parque comienzan a encenderse ante la falta de luz sin hacer caso a su diseño, más bien a una necesidad propia de no sentirse perdidos donde siempre han estado. Los pájaros vuelan prontos hasta las ramas que sostendrán sus fatigas de hoy y los sueños por los que volarán mañana. Los fríos soplidos del viento se pasean por entre las creaturas buscando a quien infundirle una necesidad de calor. Faros y pájaros y soplidos; tan semejantes a las personas.

Las estrellas aparecen de a poco y a mí nadie me ha asegurado que no son ellas las que salen de noche a admirarnos a nosotros. Y así el sol abandona a pasos disimulados este día. Lo ha recorrido desde su comienzo, lo conoce en cada una de sus etapas donde él, inocente, se mostró vulnerable y así, lo desprecia. Es el sol quien decide el final del día cuando le impone un término y se marcha para cambiarlo por otro amanecer.

Quizá esta es la posibilidad a la que más le temo, que el sol de Jimena se haya retirado a los amaneceres de alguien más. Nunca me dio señales de ello, pero no tendría por qué advertírmelo.

Esta respuesta resulta ser una gran opción por su resistencia ante la mención de sus verdaderas razones. Pronto se iría de la ciudad y no estarían mis ojos ni oídos cerca de ella como para percatar su acercamiento con alguien más. Temo adentrarme en el abismo de la imaginación y pensar que todo esto ha sido preparado desde tiempo antes sin que yo lo advirtiera; después de tanto tiempo juntos, no podría pensar en el atrevimiento de ella a botarlo todo.

Comienzo a preguntarme si había sido yo capaz de haber dejado que faltara algo en nuestra relación. Quizá encontró un mejor acogimiento en el abrazo de un tercero, mayor tranquilidad en otra compañía o risas más profundas en algunas distintas ocurrencias. Un reflejo más exacto de su alma en la mirada de alguien más.

Jimena, sabré volar tan alto como tu ausencia me lo permita. Te fuiste como se va la última lluvia sin saber que es la última. Te sufrí. Te fuiste y yo sin saber que te ibas. Al desvanecerse, tu sombra irá dejando hilos de oscuridad en la pared. Seremos siempre el vivo retrato de nuestras sombras.

¿Por qué Jimena? ¿Por qué habrías de hacerme soñar con un futuro donde no participarás? Yo que soy tan tuyo y tú que te mantienes tan propia. Dime que no soy como estas hojas que ruedan en el piso, incapaces de aferrarse a esperanza alguna, arrastradas por el viento de la noche. En mí no ha habido cambios, sigo siendo tu Diego, aquel del que dijiste haberte enamorado. No sé en qué parte del camino decidiste quedarte un tanto atrás, mucho menos imagino las razones.

En el parque, los soplos gélidos no cesan al instante en que el diente de león ruge mientras el viento se lo lleva. Sigo preguntándome si habrá alguna razón para que no me haya llevado a mí también

Si has de abandonarme ahora sin motivo será porque nunca encontraste uno para amarme; me juraste acompañarme en el futuro tan sólo porque no existía una mejor opción en tu pasado, escribiste palabras de amor que llevaban en ellas nada, regalaste sonrisas vacías, firmaste sueños sin fondos, hozaste compartirme miradas profundas sabiendo que jamás transmitirían nada, no encontraré en los cajones de mañana las tardes que tú me hiciste perder. Me obligaste a amarte sin la intención de amarme.

¡No pude haber sido más incauto como para no advertirlo! Mi corazón debió enterarse sin decirme nada de su partida, tomó precauciones y fue colocando pinceladas de soledad en la pared, robó actitudes y las implantó en mí con cautela. Supo de todo y me protegió.

Tantas ideas en mi cabeza sin saber cual termina siendo premiada por correcta.

En rigor, desconozco si me he quedado sólo sin que fuese adrede. Al final la decisión no es de Jimena. Es mía gracias a las advertencias del corazón, si todo terminó fue porque así yo lo quise.

Tú resultas ser ahora la sed ávida de sol. Qué pena me va a dar asomarme al espejo y que no estés. ¡Qué pena que no la valgas, Jimena!

sábado, 17 de marzo de 2012

Su caminar transita por mi estancia, tercera parte.

Habrá sido quizás la incapacidad en la que nos encerraba la universidad y nuestras familias de salir de la rutina. Ambos fuimos siempre detallistas, preparábamos sorpresas para hacer algún día un poco diferente a los que estaban junto a él en el calendario. Al tiempo que pienso esto, cae sobre mis piernas una hoja desde alguna rama perezosa del árbol que me ha estado haciendo compañía desde que llegué. Como esta hoja, han caído miles más. En diferentes estaciones, en diferentes otoños. Todas han caído en el otoño habitante de la eternidad, ese otoño que va y viene y nunca se va. Esa patética estación que cuando más lejos está de su partida, se encuentra más cerca de su llegada. La época del año tan estática entre la maravilla del verano y la magia del invierno. Siempre será bello, pero tendrá una belleza repetitiva. Los tonos de las hojas en su caída conmoverán siempre, pero lo harán del mismo modo en cada ocasión. Si, aquél otoño que se ha vuelto rutina. Si él ha caído, ¿por qué nuestro amor no habría de ser capaz de volverse rutinario? Quizá un día ella despertó, se quitó las hojas de encima y sintió nacer un hambre de primavera. Una primavera que -de haber sabido de la necesidad- quizá tampoco habría sido capaz de otorgarle. Cómo podría ser yo capaz de asfixiar sus suspiros de libertad sin dejar de desear que ella inventase haber dejado el alma enredada sólo para volverla a besar.

De cualquier modo, decidí tomar la hoja que descansaba en mis piernas y la arrojé con tanta fuerza como pude, aunque sin importar mi esfuerzo, el peso mismo de la hoja en complicidad con el viento se burlaron de mí, haciéndola caer a unos cuantos centímetros de mi pie. Decidí entonces desviar la mirada y me topé con una escena familiar tan clásica y tan única. Una señora le recriminaba a su marido por haber comprado un helado que tuvo un final fatal sobre la ropa de su hija pequeña. El pobre helado había salido tan alegremente del carrito vendedor que poco podía predecir de su futuro. En manos de la niña, el cono bailaba de lado a lado enfrente de la sonrisa infantil. Por si no fuera suficientemente bello el momento en que la niña mostraba sus dientes de felicidad, una chispa de chocolate le decoraba la mejilla. Ella respondió a brincos cuando su padre le habló.

-Ven Alejandra. Con una sonrisa que se extendía hasta su mano que esperaba abierta la de su hija.

El desastre se suscitó cuando uno de los pies que por mucho llevaban unos siete años recorriendo este mundo vio accidentado su camino al toparse con una irregularidad del concreto, de esas que causan las raíces de los árboles a las que se les ha impedido crecer. Aunque el percance no fue suficiente para provocar una caída, la mano de la niña bailo por unos instantes como si fuera la extremidad de una marioneta, lo gélido del helado poco pudo hacer contra las turbulencias cuando terminó cediendo ante la gravedad y aterrizó en su mayor parte sobre el rojo vestido de la dueña de los ojos abiertos y asustados que miraban desolados en primera fila la escena.

Más de tres despistados se asustaron y voltearon sin disimulo hacía la pareja mientras la señora calificaba a su marido de irresponsable; él, sin escucharla, le insistía el hecho de que la niña no tenía culpa alguna y no tenía por qué tolerar los decibeles por encima de los preceptos básicos de buena conducta y urbanidad, o sea, sus gritos. Alejandra se ocultaba tras su papá sin saber llorar en primer lugar por su helado o hacerlo en vez, por los gritos de su madre.

En tanto pude explorar la idea de otra posibilidad., me di cuenta de lo parecida que pudo ser Jimena a la pequeña Alejandra.

Aquel día que visitamos juntos el Museo Nacional de Antropología e Historia fue la fecha en la que me compartió la situación de sus padres. Mientras salíamos del museo y durante toda la caminata rumbo a las laderas del castillo de Chapultepec me explicó -en cuanto la memoria le permitía- el divorcio de sus padres. Fue un hecho que atacó su infancia sin reparar en consecuencias. El que yo no preguntara, combinado con su falta de interés en darme demasiados detalles, no permitió que me quedaran en claro los reales motivos de la separación.

Por su mirada que se perdía buscando restos de tranquilidad entre sus zapatos cuando mencionaba a su padre, pude percibir que ese era el punto más sensible. Y no es que él se mantuviera alejado de ella; siempre estuvo ausente, no de cariño pero si de abrazo. El problema se nutría del hecho de que entre sus padres había germinado tal rencor, que le era imposible olvidar algunos penosos capítulos, en los que ella hubiera querido ocultar a lo que podía llamar familia detrás de su soledad.

Se sentía insegura. Ella misma se estacionaba un escalón por debajo de cualquiera en el momento que era obligada a recordar la penosa situación. ¿Se habría sentido indigna de adentrarse en una familia más estable que la suya? Mis padres siempre le tuvieron el cariño que se le tiene a una hija. No tendría razón verdadera para presentar inseguridad alguna. Me sería difícil afirmar que la razón de su partida fue esa. Aunque sigo siendo incapaz de resolver encontrarle una descalificación absoluta.

lunes, 12 de marzo de 2012

Mi mejor manera de perder el tiempo.




Soledad

Había aún treinta minutos antes de las ocho de la noche pero era difícil calcular cuántos llevábamos ella y yo platicando desde cada extremo de la mesa redonda de roble tallado -primero por manos artesanales, luego el tiempo- que a pesar de los suspiros producidos por la mutua compañía, se mantenía alineada con el resto de las mesas que proponían agradable forma al interior del café. El tiempo se contaba sin reloj a medida de miradas, yo parecía introducir su esencia en mi alma por el pequeño ventanal que guardaban mis ojos entrecerrados.

Tenía vista directa al cruce de avenidas donde se hallaba el café, a través de sus cristales pude ver alguna fracción de docena de cambios en las luces del semáforo mientras ella simulaba ignorarme, éstas cambiaban casi solitarias, apenas acompañadas por el paso de automóviles que regresaban cansados a casa después de haber cumplido con la jornada. Escasas sombrillas se instalaban junto al semáforo durante unos segundos tan sólo para esperar que el verde se reflejara en el cristal justo a mi mesa donde la realidad ya adquiría una vista con notada mayor amabilidad causada por el choque y próximo escurrimiento de las gotas de cielo que caían conversando con el susurro de las hojas de los árboles del parque a contra esquina que colgaban bailarinas en la dirección que les proponía el húmedo viento.

Descansaba mi barbilla sobre mi mano y mi mirada sobre la silueta de ella. Pasados unos minutos regresaba su mirada desde latitudes desconocidas para cualquiera fuera de su reflexión, hacía inclinar su mejilla coqueteando con su hombro y una sonrisa tranquila acompañaba su mirada al suelo y de vuelta a mí como tomando impulso para robar un nuevo suspiro.

Llevaba ya más de un par de cafés platicándole a voz callada mis problemas y siempre supo cómo responder con consejos aún más mudos, a veces solo se limitaba a tocar mi hombro sin atravesar la mesa. En su compañía, me sabía dentro de una mejor edición de mi existencia comparada con cualquiera que pude haber vivido en la compañía de alguien más.

Aún sabiendo que no era la primera y mucho menos la última vez que me sentaría a la mesa con ella, temía por la aparición del fondo de mi taza que me haría introducirme de nuevo en la realidad más allá del cristal. Éste mismo miedo instruyó un nervioso impulso que me hizo revelar el circulo húmedo que guardaba debajo de sí mi taza de café llevándola hasta mi boca para beber sin saber que esos sorbos eran precisamente los últimos. Al percatarme, abandoné mi taza sobre la mesa donde había permanecido solitaria durante varias horas, sin ninguna otra. Me incorporé desde la silla dejando el importe sobre una servilleta que tenía una tenue mancha café, tuve prontos pasos hasta la salida, extendí mi sombrilla e hice sonar la campanilla que aguardaba mi salida por encima de la puerta por la que a inicios de la tarde había entrado como ahora salía, solo.

Su caminar transita por mi estancia, segunda parte.

Cuento los días y suman más de siete desde que publiqué las primeras páginas del cuento. He aquí las siguientes dos. Disfrútenlo:

Acariciaba los recuerdos para no resbalar en el precipicio del presente. Hacía en mi mente la imagen de la mujer que conocí hace ya varios años. En un otoño que dijo más que mil hojas. Recorría las estaciones a las que les dimos vuelta juntos sin saber si empezaban o terminaban. Donde amanecer a su lado no era más que retocarme el corazón con el perfume de su almohada. Nos perdíamos para vivir y ser solo lo que quedaba. Aunque era yo el que siempre perdía más el camino envuelto en su mirada. Ella, tan parecida a la luz, me iluminaba y me cegaba, con su belleza en mano. La imaginaba en mi futuro sin la intención siquiera de amarrarla a mí. Nunca me perteneció, pero siempre supe encontrar confianza cuando ella pronunciaba la palabra amor. Me abrió las puertas de su familia haciéndome soñar con una propia. Me robaba suspiros todos los días y me los regresaba entre las sábanas de las noches más oscuras. Si mis manos sudaban inmersas en nerviosismo, ella sabía soplar en tranquilidad para hacerlas secar. Siempre estaré en deuda por esa infinita línea de crédito que me otorgó en saldos de risas. Imágenes eternas que sacian cualquier necesidad de felicidad. Las discusiones siempre nos llevaban a algo mejor sin atreverse a destruir nada. Desde el momento que la descubrí quise vivir en su eterno abrazo. Yo que pensé que nuestro amor estaría siempre escrito en la bitácora de la eternidad. Y la amo. La amo y desearía que la realidad no la guardase tan lejos de mis sueños. Sin prisas me doy cuenta de que hoy las nubes tienen forma de palabras, de esas que se las lleva el viento.

Después de haberme dejado una marca en la frente cual radiografía de la mano, me incorporé de nuevo al parque que me regalaba cantos de hojas, imperceptibles para mis oídos, tormenta de soledad para mi corazón. Levanto mi cabeza sin poder alzar con claridad mis ideas. Miro a mi alrededor en busca de un porqué.

No había existido en mí sospecha alguna de lo que pasó hoy. Si bien sabía que su mudanza a Santiago de Compostela significaría una etapa difícil en nuestra relación, jamás lo consideré como un hecho que habría de cambiar en tal forma las cosas. En mi cabeza existe escaso espacio donde la imaginación pueda advertir ese hecho como motivo de la decisión. Mucho menos después de las largas horas que pasamos entre tazas de café, resguardados de la indiferencia de la calle, entre los muros carismáticos propios de Coyoacán tratando el tema del prolongado viaje que ella tendría a partir de los días que le darían forma a la segunda mitad de Abril. Me encantaba ver sus ojos abiertos que bailaban junto con sus manos cuando me platicaba lo emocionada que estaba por haber logrado continuar la universidad allá. Yo sabía que ella encontraba tranquilidad en los momentos que tomaba sus manos y le decía que era mi más grande motivo de orgullo. Por demás estaba mencionar mi alegría. Compartíamos el infinito entusiasmo que nos infundía su éxito. Pero la distancia siempre será aquella arma de doble filo suficientemente extensa, apta para dañar a ambas partes.

Debo representar la existencia de un ser completamente egoísta. El hecho es que ella se ha dado cuenta de ello antes de que yo pudiera siquiera abandonar mi soberbia. Durante estos años no supe ver que en la rutina difícilmente somos capaces de percatarnos de los errores. Me construí hábitos sobre cimientos hechos de aire, que no guardaban más que la tumba de lo que serían mis esperanzas. Hice novia mía a la indiferencia. Me declaré falto de tacto. Ignoré señales e impuse las propias. Es probable que haya dirigido la vista, sin mirar cuando ella me mostraba sus pasiones. Ahora quizá deba culpar a mis horas de lectura por haber ignorado las suyas haciendo trazos en el aire con su raqueta de tenis. Aunque ella siempre se vio contenta con mis gustos, a tal grado que me pedía que continuara leyendo o escribiendo mientras ella me miraba en silencio. Quizá me acostumbré a seguirla en todas sus facetas, pero a la vez ninguna. No faltarán días donde sobren años por su ausencia.

jueves, 8 de marzo de 2012

Realidad

Si no es honor, regalarles letras ya es un pleno gusto para mí. Pero el día de hoy les propongo un intercambio. Si nos leen, comenten. Es completamente sencillo dejar un comentario debajo de cada entrada, sino, el chat sigue siendo gratuito. Nada valoro más dentro de mi escritura que el comentario de quien me lee, estoy seguro que Laura tendrá un comentario cercano a parecido acerca de sus fotos y reseñas. Anden, que aquí estamos para eso, para leernos.
En fin, la noche cae y extiende su lienzo para escribir:

De la realidad prefiero su tangibilidad, elijo el más sensible contacto antes de perderme dentro de la irrealidad propia de la indiferencia, le temo al sosiego pleno y a su guarida de pasividad enloquecida. A penas espabilado de la aparición de su mañana, le pido al día germinante me haga encontrar algo aún vivo, sollozando, debajo del derrumbe de la rutina, sin embargo del desgarro, qué importa si ha de dañar, que haga hallar en su fortuna el hacerme romper en llanto para hacer lo mismo con la barrera que obliga a mi existencia distar del mundo; van a caer las lágrimas hasta la tierra para hablarles de mí y notificarle que a pesar de la liviandad, me mantengo sobre ella. Y espero responda, le comente a los árboles y sus hojas informen al viento que es menester cabalgar hasta mis impávidos lienzos faciales para entregar el más perfecto plano de un rostro suspirando para hacerlos ejercer el suspiro que conecte mis adentros de una vez con la realidad en la que mis ojos ya llevan algún tiempo sin confiar. Habiendo exhalado dudas y prejuicios colgantes de la última extensión del suspiro, reconocer que aún hay algo de mí en el mundo y poder hozar dejar palpar al mundo algo de mí.

lunes, 5 de marzo de 2012

"Eva Luna" Isabel Allende

No me parece una mala idea volver al ritmo de antes, hablar de LIBROS. Cosa más bella. <3
La entrada anterior es un fragmento de un cuento que se estará publicando poco a poco. Y debo decirles también que este blog, realmente ya no es sólo mio. Lo estoy compartiendo con un amigo llamado Felipe, sí, ¿cómo la ven? un niño y una niña compartiendo letras. Me parece interesante, y digamos que él escribe, todo lo que vean relacionado con dulces palabras, bueno la mayoría serán de él, que yo me encargo de lo demás.

Muchos y muchas que leían Pecados Literarios, habrían podido leer alguna vez que Isabel Allende es mi escritora mujer favorita (Laura), aún dudo sobre las razones, pero el simple hecho que su escritura me sea tan hipnotizante la ha convertido en una lectura tan placentera como entretenida.

Título: Eva Luna

Autor: Isabel Allende
Precio: $122.00 pesos mexicanos. (Dependiendo el Formato)
Sinopsis:

 En Eva Luna, su tercera novela, Isabel Allende recupera su país a través de la memoria y de la imaginación. La cautivadora protagonista de este libro es un nostálgico alter ego de la autora, que se llama a sí misma "ladrona de historias", precisamente porque en las historias radica el secreto de la vida y del mundo. Como una moderna Scherezade, Eva Luna convierte su vida en una tragicomedia por la que desfila una sorprendente galería de personajes: un embalsamador de cadáveres, una madrina que sobrevive a una decapitación, una mujer con cuerpo de hombre, un fotógrafo austríaco atormentado por los recuerdos del nazismo...
  Con ternura e impecable factura literaria, Isabel Allende perfila el destino de sus personajes como parte indisoluble del destino colectivo de un continente marcado por el mestizaje, las injusticias sociales y la búsqueda de la propia identidad. Este logrado universo narrativo es el resultado de una lúcida conciencia histórica y social, así como de una propuesta estética que constituye una singular expresión del realismo mágico.



Debo aclarar hay un libro llamado "Cuentos de Eva Luna" que si, es de Allende pero como lo dice el título, son cuentos, y está este libro llamado "Eva Luna" La novela, por así decirlo.
De hecho este es el libro que en este preciso momento estoy leyendo, y como siempre Allende tiene la perfecta manía de convencerme y tratar de fusionarme con su libro, lógicamente todo cobra vida.

sábado, 3 de marzo de 2012

Su caminar transita por mi estancia.

Hagamos el intento, adoptemos letras. Aquí las mías, trátenlas bien, o mal.
El asunto dicta algo así: Esta es la primera narrativa que escribí; un cuento lleno de sueños siendo el mayor de ellos, compartir. Lo iré publicando poco a poco, periódicamente. Comente, critiquen, por favor.

Poseo la plena seguridad que de haber continuado con ese caminar desarmado, hubiera desgastado mucho más mi corazón de lo que ya estaba haciendo con la suela de mis zapatos, arrastrándolos con no menos desdén del que había sido víctima esta maldita tarde de marzo. Aún sin que existiera una gran interacción entre los mares de niebla que fluían en mi cabeza y todo el mundo que seguía vivo fuera de mí, logré percibir el fresco de las sombras que se tendían sobre la banqueta como reflejos oscuros de los fresnos del parque. Para cuando hallé sitio en una de las bancas negras teñidas con ese color viejo que habita en los muebles experimentados, el sol no lucía como uno de los tantos que se pasean a eso de las seis de la tarde a través del cielo agotado por el trabajo de la mañana de ese día. Me parecía más bien, bastante semejante a la molesta luz que enciende el usurpador de sueños sin dejarnos seguir descansando.

Encontré en las filas de árboles a una nueva amiga; sábana de hojas que me aislaba de lo que existía mas allá de la acera. Me regaló los primeros suspiros relativamente relajados de la tarde. Comencé a pensar más en claro. Me sentía aliviado de haber claudicado en esa caminata sin destino asignado que se dedicaba a robarme la dignidad. Usando como espejo la mirada de algunos transeúntes con los que había compartido la banqueta, me atrevía a hacer una imagen de mi aspecto desfavorable. La mirada de una señora que si no era de cuarenta, parecía que mal había vivido sus treinta, me hizo pensar que hasta yo me habría arrojado una moneda. Y es que bien sabía de dónde surgía mi intención de quitarme el disfraz de mi mismo. Me sentía tan liviano, mis pasos ya no ejercían peso alguno sobre el suelo, la sombra que me seguía no proyectaba más que una figura abstracta de lo que alguna vez fui; mis dedos ya no hacían romper el agua en mil cristales; mi caminar ya no hacía danzar las hojas cuando pasaba por entre sus ramas, eran ellas las que rasguñaban mi interior. El recorrido por las calles desde la casa de Jimena hasta el parque había semejado una carrera de obstáculos donde en más de dos ocasiones estuve a punto de no librar la valla del recuerdo de las palabras apenas pronunciadas por esos labios que hasta entonces me habían despedido con un beso que siempre hacía hundir mi mejilla y no con un gesto de decepción acompañado por el ligero acercamiento entre sus cejas. Símbolo de tristeza y una apenas mal disimulada aceptación de la realidad.

Recuerdo haber estado presente en su sala y saberme lejos de allí. Estábamos entre sillones pero cada movimiento que hacía, por leve que fuera, me hacía pincharme con los filos de la realidad que me rodeaba. Y cómo no sentirme así. Lo primero que dijo no fue sino una petición de las que te dejan desnudo ante la tempestad. Si la palabra no era suficiente, su mirada jugó como cómplice de sus labios mientras estos me pedían que la perdonara. Se disculpaba. Cómo iba a tener yo motivo alguno para esperar una disculpa de ella si su inspiración moviendo mi pluma siempre fue una fiesta de sueños. En qué realidad absurda yo tendría que disculpar a Jimena. ¡Ridícula verdad!

Como cuando esperamos que el vino abandone la boca y deje en ella tan sólo la esencia de su sabor, al darme a la despiadada tarea de escuchar las palabras contiguas, pensé ridículamente haber empezado a escuchar lo que ella intentaba que mi elemental razonamiento masculino entendiera.

-Discúlpame si no soy capaz de enumerar las justificaciones de mis decisiones, pero temo que las razones no sean dignas de ser comparadas con la grandeza del amor que hemos visto entre nosotros.

Por favor, discúlpame Diego…

Sin reparar en más explicaciones, como si todas las respuestas habitaran entre esas palabras, concluyó con sentenciar la relación a un final irrefutable.

Mejor invitado por su mirada que por mi iniciativa, me encaminé pasmado hacía la puerta de la casa que sería el punto de salida de la ya mencionada carrera de obstáculos que concluiría en la banca en que estoy sentado limándole a golpes de fatiga la ligera capa de pintura que los sucesivos visitantes no volverían a encontrar en días posteriores.

Al salir de su casa, la idea de cuestionarla tajantemente me aterraba haciendo que me alejara de esa idea al tiempo que me alejaba de su calle. Caminé pensando en las acciones que habían desembocado destruyéndolo todo a su paso hasta las palabras que acababa de escuchar. No domino este efecto dominó. Siento que cada ficha que cae vale por dos si es por ella.