Encontré en las filas de árboles a una nueva amiga; sábana de hojas que me aislaba de lo que existía mas allá de la acera. Me regaló los primeros suspiros relativamente relajados de la tarde. Comencé a pensar más en claro. Me sentía aliviado de haber claudicado en esa caminata sin destino asignado que se dedicaba a robarme la dignidad. Usando como espejo la mirada de algunos transeúntes con los que había compartido la banqueta, me atrevía a hacer una imagen de mi aspecto desfavorable. La mirada de una señora que si no era de cuarenta, parecía que mal había vivido sus treinta, me hizo pensar que hasta yo me habría arrojado una moneda. Y es que bien sabía de dónde surgía mi intención de quitarme el disfraz de mi mismo. Me sentía tan liviano, mis pasos ya no ejercían peso alguno sobre el suelo, la sombra que me seguía no proyectaba más que una figura abstracta de lo que alguna vez fui; mis dedos ya no hacían romper el agua en mil cristales; mi caminar ya no hacía danzar las hojas cuando pasaba por entre sus ramas, eran ellas las que rasguñaban mi interior. El recorrido por las calles desde la casa de Jimena hasta el parque había semejado una carrera de obstáculos donde en más de dos ocasiones estuve a punto de no librar la valla del recuerdo de las palabras apenas pronunciadas por esos labios que hasta entonces me habían despedido con un beso que siempre hacía hundir mi mejilla y no con un gesto de decepción acompañado por el ligero acercamiento entre sus cejas. Símbolo de tristeza y una apenas mal disimulada aceptación de la realidad.
Recuerdo haber estado presente en su sala y saberme lejos de allí. Estábamos entre sillones pero cada movimiento que hacía, por leve que fuera, me hacía pincharme con los filos de la realidad que me rodeaba. Y cómo no sentirme así. Lo primero que dijo no fue sino una petición de las que te dejan desnudo ante la tempestad. Si la palabra no era suficiente, su mirada jugó como cómplice de sus labios mientras estos me pedían que la perdonara. Se disculpaba. Cómo iba a tener yo motivo alguno para esperar una disculpa de ella si su inspiración moviendo mi pluma siempre fue una fiesta de sueños. En qué realidad absurda yo tendría que disculpar a Jimena. ¡Ridícula verdad!
Como cuando esperamos que el vino abandone la boca y deje en ella tan sólo la esencia de su sabor, al darme a la despiadada tarea de escuchar las palabras contiguas, pensé ridículamente haber empezado a escuchar lo que ella intentaba que mi elemental razonamiento masculino entendiera.
-Discúlpame si no soy capaz de enumerar las justificaciones de mis decisiones, pero temo que las razones no sean dignas de ser comparadas con la grandeza del amor que hemos visto entre nosotros.
Por favor, discúlpame Diego…
Sin reparar en más explicaciones, como si todas las respuestas habitaran entre esas palabras, concluyó con sentenciar la relación a un final irrefutable.
Mejor invitado por su mirada que por mi iniciativa, me encaminé pasmado hacía la puerta de la casa que sería el punto de salida de la ya mencionada carrera de obstáculos que concluiría en la banca en que estoy sentado limándole a golpes de fatiga la ligera capa de pintura que los sucesivos visitantes no volverían a encontrar en días posteriores.
Al salir de su casa, la idea de cuestionarla tajantemente me aterraba haciendo que me alejara de esa idea al tiempo que me alejaba de su calle. Caminé pensando en las acciones que habían desembocado destruyéndolo todo a su paso hasta las palabras que acababa de escuchar. No domino este efecto dominó. Siento que cada ficha que cae vale por dos si es por ella.
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