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sábado, 17 de marzo de 2012

Su caminar transita por mi estancia, tercera parte.

Habrá sido quizás la incapacidad en la que nos encerraba la universidad y nuestras familias de salir de la rutina. Ambos fuimos siempre detallistas, preparábamos sorpresas para hacer algún día un poco diferente a los que estaban junto a él en el calendario. Al tiempo que pienso esto, cae sobre mis piernas una hoja desde alguna rama perezosa del árbol que me ha estado haciendo compañía desde que llegué. Como esta hoja, han caído miles más. En diferentes estaciones, en diferentes otoños. Todas han caído en el otoño habitante de la eternidad, ese otoño que va y viene y nunca se va. Esa patética estación que cuando más lejos está de su partida, se encuentra más cerca de su llegada. La época del año tan estática entre la maravilla del verano y la magia del invierno. Siempre será bello, pero tendrá una belleza repetitiva. Los tonos de las hojas en su caída conmoverán siempre, pero lo harán del mismo modo en cada ocasión. Si, aquél otoño que se ha vuelto rutina. Si él ha caído, ¿por qué nuestro amor no habría de ser capaz de volverse rutinario? Quizá un día ella despertó, se quitó las hojas de encima y sintió nacer un hambre de primavera. Una primavera que -de haber sabido de la necesidad- quizá tampoco habría sido capaz de otorgarle. Cómo podría ser yo capaz de asfixiar sus suspiros de libertad sin dejar de desear que ella inventase haber dejado el alma enredada sólo para volverla a besar.

De cualquier modo, decidí tomar la hoja que descansaba en mis piernas y la arrojé con tanta fuerza como pude, aunque sin importar mi esfuerzo, el peso mismo de la hoja en complicidad con el viento se burlaron de mí, haciéndola caer a unos cuantos centímetros de mi pie. Decidí entonces desviar la mirada y me topé con una escena familiar tan clásica y tan única. Una señora le recriminaba a su marido por haber comprado un helado que tuvo un final fatal sobre la ropa de su hija pequeña. El pobre helado había salido tan alegremente del carrito vendedor que poco podía predecir de su futuro. En manos de la niña, el cono bailaba de lado a lado enfrente de la sonrisa infantil. Por si no fuera suficientemente bello el momento en que la niña mostraba sus dientes de felicidad, una chispa de chocolate le decoraba la mejilla. Ella respondió a brincos cuando su padre le habló.

-Ven Alejandra. Con una sonrisa que se extendía hasta su mano que esperaba abierta la de su hija.

El desastre se suscitó cuando uno de los pies que por mucho llevaban unos siete años recorriendo este mundo vio accidentado su camino al toparse con una irregularidad del concreto, de esas que causan las raíces de los árboles a las que se les ha impedido crecer. Aunque el percance no fue suficiente para provocar una caída, la mano de la niña bailo por unos instantes como si fuera la extremidad de una marioneta, lo gélido del helado poco pudo hacer contra las turbulencias cuando terminó cediendo ante la gravedad y aterrizó en su mayor parte sobre el rojo vestido de la dueña de los ojos abiertos y asustados que miraban desolados en primera fila la escena.

Más de tres despistados se asustaron y voltearon sin disimulo hacía la pareja mientras la señora calificaba a su marido de irresponsable; él, sin escucharla, le insistía el hecho de que la niña no tenía culpa alguna y no tenía por qué tolerar los decibeles por encima de los preceptos básicos de buena conducta y urbanidad, o sea, sus gritos. Alejandra se ocultaba tras su papá sin saber llorar en primer lugar por su helado o hacerlo en vez, por los gritos de su madre.

En tanto pude explorar la idea de otra posibilidad., me di cuenta de lo parecida que pudo ser Jimena a la pequeña Alejandra.

Aquel día que visitamos juntos el Museo Nacional de Antropología e Historia fue la fecha en la que me compartió la situación de sus padres. Mientras salíamos del museo y durante toda la caminata rumbo a las laderas del castillo de Chapultepec me explicó -en cuanto la memoria le permitía- el divorcio de sus padres. Fue un hecho que atacó su infancia sin reparar en consecuencias. El que yo no preguntara, combinado con su falta de interés en darme demasiados detalles, no permitió que me quedaran en claro los reales motivos de la separación.

Por su mirada que se perdía buscando restos de tranquilidad entre sus zapatos cuando mencionaba a su padre, pude percibir que ese era el punto más sensible. Y no es que él se mantuviera alejado de ella; siempre estuvo ausente, no de cariño pero si de abrazo. El problema se nutría del hecho de que entre sus padres había germinado tal rencor, que le era imposible olvidar algunos penosos capítulos, en los que ella hubiera querido ocultar a lo que podía llamar familia detrás de su soledad.

Se sentía insegura. Ella misma se estacionaba un escalón por debajo de cualquiera en el momento que era obligada a recordar la penosa situación. ¿Se habría sentido indigna de adentrarse en una familia más estable que la suya? Mis padres siempre le tuvieron el cariño que se le tiene a una hija. No tendría razón verdadera para presentar inseguridad alguna. Me sería difícil afirmar que la razón de su partida fue esa. Aunque sigo siendo incapaz de resolver encontrarle una descalificación absoluta.

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