Estaba exhausto,
y como terrible consecuencia de la soberbia propia de los viajes de ida,
todavía tenía que tomar el autobús de regreso a casa, porque esas altivas idas no siempre regalan agradecidas el boleto automático de retorno, cuando
mucho, en alguna ocasión llegarán a ceder una paupérrima y resignada estancia
espontánea.
El sol dictaba las dos de la tarde y me adentré al baño de asfixia y cansancio
que representa la proyección de la luz a tales horas del día. Cuando pisé la
acera, un autobús pasaba por el otro lado de la calle a una velocidad que no me
hubiera resultado ser difícil de alcanzar corriendo, pero deduje que iba a ser
más cansado correr que esperar cinco minutos hasta que llegara el siguiente. Cuando
éste llegó, subí y me hice de un asiento fácilmente, éramos apenas tres
pasajeros en aquella zona residencial. Sin más, me sumergí en la lectura del
libro que me había acompañado desde temprano, siendo sus páginas la única pizca
de coherencia que había habitado mi persona durante ese día.
La
comodidad y sosiego idóneo se vieron barridos por el eco de un timbre escolar
que mandaba a todos los alumnos a sus casas o en el peor de los casos, a vagar
por las calles hasta que el hambre pudiera más que la zanganería, para lo que
muchos necesitaban hacer uso del transporte público. Así, el camión sufrió una
colorida ola invasora de uniformes de tonalidades varias hasta que eran más los
que tenía que tomar un tubo en el pasillo para no perder el equilibrio. Una
joven se sentó junto a mí e hice honor a la formación de mis padres pidiéndole
a otra chica que por favor tomara mi asiento. Lo que siguió fue una de esas
respuestas que es mejor ni tratar de entender, ustedes saben, para evitar mal
entendidos.
-No gracias, aquí ando bien.
Una vez
recibida la respuesta acompañada de cierta risa nerviosa, noté que la mayoría
de los nuevos pasajeros eran señoritas que estarían por terminar la secundaria
o aburrirse de la preparatoria. El rechazo ante mi invitación había sido
presenciado por la gran mayoría de ellas, proclamando un extraño coro con su
mirada, dando a entender que la respuesta de todas ellas sería la misma. Sólo
entonces reafirmé mi postura en el asiento con mi compañera. Comencé a pensar
en el ya meditado desdén que profeso para con mis compañeras generacionales, o
cuando menos, su mayoría. No lo tomen a mal, tan sólo no encuentro mayor
simpatía en su goce dentro las redes sociales; en el mercado de chismes que
administran; en la devoción que tienen hacia el espejo –no precisamente el de
cristal- ; a su apatía, pasividad y desinterés ante temas relevantes o a sus
risas falsas y previamente entrenadas que surgen como cascada desde el bizarro acantilado
del humor falto de inteligencia. Es así
como he pensado que difícilmente podrá una chica cercana a mi edad parecerme
atractiva en tantos aspectos como Milan Kundera pudiera estudiar en la
existencia femenina. Todo esto lo digo consciente de lo difícil que resulta
pensar que algún día yo sea completamente digno de merecer cariño de mujer
alguna, en cualquiera de sus edades. Decidí entonces evitar continuar con esta
idea y me dediqué a mi lectura. Porque vamos, seamos honestos ¿quién se ríe de
la sequía en el desierto?
Continué
mal concentrado en la lectura debido a hilos de pensamiento que se enredaban adrede
entre mis dedos al cambiar de página, hasta que las líneas de tela se tornaron
en amarras sujetas a mi mirada que la llevaron brusca e irrespetuosamente hasta
la puerta del autobús en cuestión de la más pequeña fracción temporal que
podamos todos juntos imaginar; se había creado un oasis en el desierto dentro
del reloj de arena.
Entró
sin que nadie la notara debido quizá al cansancio que trabajaba como auxiliar
del calor. Aunque claro, no pudo evitar merecer la mirada criticona,
malhumorada y grosera de un par de señoritas a las que supongo yo, por la mañana
no las miró con amor el espejo.
¡Qué
oasis! La línea que iba de sus labios rojos, pasando por su nariz catedrática
de fineza y sus ojos profundos envueltos en gruesas pestañas, hasta su fleco
negro que caía a vaivenes entre su frente y oído, llevaba a mis sentidos hasta
el infinito de la esperanza. Todos los hombres, incluso uno del tipo imbécil
como yo, tienen el derecho de llevar
consigo aunque sea un puño de nervios como dotación diaria, siendo este el motivo por el cual no pude ofrecerle
mi asiento. Quedó así, de pie junto al asiento delante del mío. Imbécil.
Cinco
cuadras y media esperé que mi compañera encontrara su parada para dar espacio
al inminente acercamiento con Oasis. Tardó tan sólo un jalón de mochila para
sentarse junto a mí. Aspiré hondo para conquistar su aroma encontrando no más
que una exacerbación del ya conocido con anterioridad olor a transporte
público. No la culpo a ella sino a su día agitado, y tampoco me importa, su
presencia se había convertido en el perfume de mi persona.
Ya hemos
mencionado el nerviosismo, y por ello me limité a reanudar mi lectura
esperanzado en que así ella notara que era yo podría ser diferente a nuestros
compañeros pasajeros que hablaban sobre el partido que tendría al día siguiente
la selección nacional y que no me importaría jamás lo que platicaban nuestras
compañeras pasajeras sobre la infidelidad de Julio del Bachiller número 32 con
su amiga “Chiquis”.
De poco sirvió. Posterior
a un corto titubeo después de haber notado mi libro, ella tomó su celular y se
limitó a jugar en busca de romper su record estancado durante la clase de
matemáticas de esa mañana. Decepcionado, me concentré leyendo algún cuento de
Benedetti que describía el preámbulo al encuentro sexual que sostendría una
viuda de cuarenta y nueve años con un asaltante que acaba de entrar a su casa
por la noche. ¿Qué podía hacer? Otra vez, aún en manos de esta ridícula y poco
probable trama Uruguaya, los libros guardaban más coherencia y verdad que las
pobres ilusiones de utópico y lejano mundo que me dedico a crear en esta, la
realidad.