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lunes, 12 de marzo de 2012

Soledad

Había aún treinta minutos antes de las ocho de la noche pero era difícil calcular cuántos llevábamos ella y yo platicando desde cada extremo de la mesa redonda de roble tallado -primero por manos artesanales, luego el tiempo- que a pesar de los suspiros producidos por la mutua compañía, se mantenía alineada con el resto de las mesas que proponían agradable forma al interior del café. El tiempo se contaba sin reloj a medida de miradas, yo parecía introducir su esencia en mi alma por el pequeño ventanal que guardaban mis ojos entrecerrados.

Tenía vista directa al cruce de avenidas donde se hallaba el café, a través de sus cristales pude ver alguna fracción de docena de cambios en las luces del semáforo mientras ella simulaba ignorarme, éstas cambiaban casi solitarias, apenas acompañadas por el paso de automóviles que regresaban cansados a casa después de haber cumplido con la jornada. Escasas sombrillas se instalaban junto al semáforo durante unos segundos tan sólo para esperar que el verde se reflejara en el cristal justo a mi mesa donde la realidad ya adquiría una vista con notada mayor amabilidad causada por el choque y próximo escurrimiento de las gotas de cielo que caían conversando con el susurro de las hojas de los árboles del parque a contra esquina que colgaban bailarinas en la dirección que les proponía el húmedo viento.

Descansaba mi barbilla sobre mi mano y mi mirada sobre la silueta de ella. Pasados unos minutos regresaba su mirada desde latitudes desconocidas para cualquiera fuera de su reflexión, hacía inclinar su mejilla coqueteando con su hombro y una sonrisa tranquila acompañaba su mirada al suelo y de vuelta a mí como tomando impulso para robar un nuevo suspiro.

Llevaba ya más de un par de cafés platicándole a voz callada mis problemas y siempre supo cómo responder con consejos aún más mudos, a veces solo se limitaba a tocar mi hombro sin atravesar la mesa. En su compañía, me sabía dentro de una mejor edición de mi existencia comparada con cualquiera que pude haber vivido en la compañía de alguien más.

Aún sabiendo que no era la primera y mucho menos la última vez que me sentaría a la mesa con ella, temía por la aparición del fondo de mi taza que me haría introducirme de nuevo en la realidad más allá del cristal. Éste mismo miedo instruyó un nervioso impulso que me hizo revelar el circulo húmedo que guardaba debajo de sí mi taza de café llevándola hasta mi boca para beber sin saber que esos sorbos eran precisamente los últimos. Al percatarme, abandoné mi taza sobre la mesa donde había permanecido solitaria durante varias horas, sin ninguna otra. Me incorporé desde la silla dejando el importe sobre una servilleta que tenía una tenue mancha café, tuve prontos pasos hasta la salida, extendí mi sombrilla e hice sonar la campanilla que aguardaba mi salida por encima de la puerta por la que a inicios de la tarde había entrado como ahora salía, solo.

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